Por qué los españoles somos los únicos obsesionados con las persianas

Ago 6, 2020 | CURIOSIDADES

Que los humanos somos unos seres contradictorios por naturaleza, encuentra un ejemplo en la siguiente situación paradigmática: nos encontramos en un país que, a pesar de amar el sol y contar con más horas de luz que en la mayoría de naciones occidentales, colindantes y vecinas, contamos con un elemento que nos distingue. ¿Por qué los españoles somos los únicos obsesionados con las persianas? Si tanto nos gusta el sol, ¿de qué nos ocultamos? ¿Es porque somos más celosos de nuestra intimidad? ¿Es una cuestión histórica? Analizamos este fenómeno tan curioso.

Breve historia de la persiana: orígenes

Aunque la persiana moderna, tal y como la concebimos en la actualidad, se patentó en Londres en el año 1769, realmente hablamos de un mecanismo que, en sus formas más rudimentarias, nos transporta a la Antigüedad. Si algunas tribus nómadas ya cubrían con hojas los espacios abiertos de las cabañas para protegerse del sol, en el Antiguo Egipto concibieron un tipo de proto persianas formadas por cañas aunadas que se colgaban de los marcos de las ventanas. Así, se aislaban tanto del calor como de los propios vecinos. Siguiendo estas corrientes y ya en pleno siglo XVIII, las persianas se introdujeron en Europa a través de Venecia. ¿Su origen? Persia (y ahora ya sabes porque las llamamos persianas venecianas).

Llegados al mencionado 1769, Edward Bevan perfeccionó el sistema que popularizó la persiana veneciana e incorporó un elemento que supuso toda una revolución: un cordón en bucle que, gracias a una polea, movía las láminas de madera que estaban encajadas en el marco. Un siglo después, sobre 1880, este tipo de láminas dieron paso a las de cristal. Ocurrió en Nueva York, en un Estados Unidos que acogió a la persiana como una especie de símbolo clasista, apegado a las clases más altas y pudientes. Edificios como la iglesia de Philadephia, el Radio City de Rockefeller Center o el Empire State se erigieron favorables a su uso.

 ¿Y España? Así se explica el arraigo por un elemento convertido en símbolo social

A diferencia del resto de Europa, la persiana aterrizó en territorio nacional con el auge del imperio andalusí germinado en el siglo VIII. Como si fuera una huella imborrable de Al-Andalus, la persiana arraigó en España, país que no abandonó nunca hasta llegar a nuestros días. Por eso, cualquier ciudadano español que viaje o emigre a países de la Unión Europea, choca con la aparición de su vertiente más voyeur. Y no porque lo sea ni con un ánimo cotilla (que también puede ser el caso), sino porque la costumbre en este tipo de naciones es la de carecer no solo de persianas, a veces también de cortinas.

Explicado desde un punto de vista sociológico, la costumbre española de mantener la persiana y jugar con las subidas y bajadas es una suerte de huella de la cultura árabe, tan enraizada en nuestro territorio en otros ámbitos. Por ello, desde tiempos de Al-Andalus, y a pesar de nuestra cultura abierta, en España vivimos hacia dentro de nuestros hogares. Los protegemos y los ocultamos. Sin embargo, y, por el contrario, aderezamos ubicaciones más exteriores como los patios, fachadas y portales.

Esta tradición de nuestra cultura popular más añeja y que hemos convertido en una rutina doméstica que parece no tener fin (¿cuántas veces has llamado a un persianero tras romper la cuerda?) colisiona de dos maneras con nuestro tipo de vida. Como hemos comentado anteriormente, España es un país luminoso, con un número de horas de luz anuales que prácticamente duplica al de casi todos los países europeos (a Reino Unido los ganamos 3.000 a 1.500). Sin embargo, mientras nosotros ocultamos nuestras casas (y, por tanto, nuestras intimidades) del sol, en el resto de Europa esto prácticamente no sucede. En segundo lugar, resulta contradictorio con nuestra forma de ser. Algo que, sin embargo, también tiene una explicación.

Las tradiciones calvinistas y protestantes que copan muchos de los países europeos (desde los nórdicos a los del centro: Holanda, Bélgica, Austria…) han bifurcado en la costumbre de abrir las ventanas de sus hogares. Como una forma de demostrar que no tienen nada que esconder, que son honestos y para aclarar sin miedos si tienes poder adquisitivo o no.

Por el contrario, a pesar de nuestro carácter festivo, lúdico, callejero y abierto, los españoles mostramos más reservas con la exposición de nuestras intimidades. En la calle, podemos mostrarnos de otra manera, actuar, enseñar lo que nos conviene. Sin embargo, en casa somos como somos y, salvo si eres concursante de ‘Gran Hermano’, resulta imposible forzar una actitud diferente. Además, y siempre yendo en paralelo con las formas más tópicas y folclóricas, somos más cotillas que en otros lugares. Nos interesa conocer la vida ajena (de ahí el éxito de cierto contenido televisivo).

Por último, y no menos importante, a diferencia de la tradición calvinista que ya hemos mencionado en ciertos países europeos, nosotros hemos recibido una educación y una ética de corte católica. Esto enraíza con un mayor sentimiento de culpa y el dar más importancia a las apariencias. Ese, “¿y qué dirán de mí?” que muchas veces achacamos a los pueblos, pero sigue sin dejar escapar a las grandes ciudades. Y para protegernos de todo eso, ¿qué mejor que una persiana?